La nueva película del director chileno, ganadora al Mejor Guion en el Festival de Venecia y que está disponible en Netflix, es una sátira de terror arriesgada y notable sobre Pinochet visto como un vampiro que sigue succionándole la vida a Chile.
En este texto, publicado en Revista Anfibia, se analiza cómo desde sus inicios Larraín ha abordado el concepto del poder y la manera en que logra con El Conde algo que los vampiros jamás podrán hacer: vernos reflejados en el espejo de la pantalla de cine con toda nuestra monstruosidad a cuestas.
Fue durante pandemia donde surgió la primera señal del cambio. En una colección de cortometrajes de Netflix llamada “Hecho en casa”, dirigidos en el aislamiento del Covid-19 por artistas como Paolo Sorrentino, Naomi Kawase, las actrices devenidas en directoras Kristen Stewart y Maggie Gyllenhaal y el chileno Sebastián Lelio, entre otros, nuestro compatriota Pablo Larraín hizo algo nuevo y distinto para el registro de dramas intensos al que nos tenía acostumbrados.
Lo que filmó Pablo Larraín en 2020 distaba mucho de la gravedad y peso dramático de Tony Manero, El Club y Jackie, por ejemplo. Dirigiendo al extraordinario Jaime Vadell, un intérprete señero del teatro, cine y televisión chilenos, Pablo Larraín se despachó con el cortometraje La última llamada, una comedia breve muy ingeniosa y desopilante sobre un Don Juan ya mayor (Jaime Vadell) tratando de continuar vigente en sus andanzas y prácticas de conquista pese a su avanzada edad, a su reclusión en un asilo y al uso de la tecnología telemática en desmedro de la presencialidad.
Desde que llamó la atención de la crítica mundial en Cannes de 2008 con Tony Manero, su estilo de cine ha ido desde un combo bajo de pura incomodidad -forjado al fuego lento del teatro in-yer-face de Sarah Kane y del Teatro La Memoria de Alfredo Castro- hasta las inesperadas chispas de la sátira oscura y la abierta fantasía de El Conde: su más reciente producción y sin duda su obra maestra hasta la fecha. Ovacionada durante más de cinco minutos en el Festival de Venecia, donde ha compartido line up con gigantes del cine como Sofia Coppola (con “Priscilla”), David Fincher (“The Killer”) y Michael Mann (“Ferrari”), la película se ha ganado el beneplácito de la crítica internacional apostada en la isla de Lido. Y la verdad no me sorprende. Pude ver El Conde en el cine antes de su estreno en Venecia y literal y metafóricamente se trata de un vuelo, y un vuelo alto, en el cine de Pablo Larraín.
Sus películas siempre han mirado a las fauces del poder y a los efectos que provoca justamente un desmedido ejercicio del poder cuando se detentan los destinos de la nación (No); la iglesia (El Club), y/o el arte (Neruda). Desde los títulos hechos en Chile hasta su internalización en Hollywood, como pasa en Spencer, podemos ver este patrón y algunos hitos que se repiten una y otra vez. Y si nos preguntamos de dónde viene esta idea permanente en sus producciones, la respuesta en parte se encuentra enraizada en su propio acervo cultural, familiar y personal. Desde ese punto de vista, su perspectiva autoral y rúbrica de artista no desconoce ese legado y, de hecho, se ha manifestado desde el inicio de su obra como un juicio y crítica brutal al status quo que ha regido los destinos de Chile desde la dictadura.
La provocación permanente entonces ha sido la punta de lanza de la que Pablo Larraín ha echado mano para agitar el avispero de los temas tabú de un Chile que aún se rehúsa a mirar directo a los ojos el horror. En la ya mencionada Tony Manero, su propuesta de un imitador (Alfredo Castro en estado de gracia) de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche visto como un sicópata enajenado, resulta en la lúcida y desagradable radiografía de un país desasociado de su propio tormento mientras baila al ritmo de una evasión imperial impuesta a sangre y fuego en un show televisivo de variedades.
Recuerdo en este sentido los gritos de escándalo que surgieron desde el Festival de Venecia de hace algunos años cuando la muerte del poder tomó la forma del magnicidio en su película Post Morten: el cadáver del derrocado Presidente Salvador Allende, con la cabeza destrozada, se apreciaba expuesto sobre una camilla de autopsia en el servicio médico legal frente a los militares que lo derrocaron. También en Jackie, otro de sus títulos que compitió en Venecia, el despojo del poder, con Natalie Portman como la Primera Dama convertida en viuda tras el asesinato de John F. Kennedy, se manifestaba con un vistazo al cuerpo sin vida del Presidente estadounidense también sobre una camilla.
En El Conde hay algo parecido: una irreverente broma con el cuerpo del general en el ataúd, con su rostro de muerto a la vista detrás de un vidrio en una toma cenital, tal como se registró en la realidad. Pero en esta versión de los hechos, el general se muestra con las facciones y sorna de Jaime Vadell: entreabriendo pícaro los ojos para ver si alguien se ha dado cuenta que en esta realidad distópica y paralela de El Conde Pinochet solo finge su muerte para seguir más vivo que nunca en un país muerto en vida tras su feroz dictadura.
Filmada en un necesario blanco y negro, como si se tratara de una película expresionista -qué mejor que citar al expresionismo alemán para hablar de monstruos y sus monstruosidades-, El Conde funciona bajo el pálpito de una comedia disparatada de Emir Kusturica, del surrealismo de Federico Fellini, de la irreverencia del funado Román Polanski en La danza de los vampiros, más la chilenidad absurda de un Raúl Ruiz en ácido. Por supuesto que las facciones de Paula Luchsinger Escobar (gran performance como una monjita con delirio de Van Helsing) recortadas por el cielo patagónico son una cita y un homenaje a Juana de Arco de Carl Dreyer.
El uso del vampiro de este modo como una figura metafóricamente monstruosa cumple su propósito a cabalidad en El Conde, una película de terror, pero también de humor; satírica, pero con una brutal verdad anclada en su texto y subtexto. Pinochet es un muerto en vida que sobrevuela el ethos de un país que aún siente y resiente su maléfica presencia. Es una criatura de la noche cuyo efecto de pavor aún no se acaba pese a su apagado ánimo. Aliado con su esposa, a cargo de una siempre reluciente Gloria Münchmeyer, protegido por su cruel mayordomo llamado Krassnoff (un aterrador Alfredo Castro) en una hacienda en el descampado de la Patagonia, la leyenda y rito de chupasangre, de poderoso que drena a los más débiles, de cruel déspota que dispone de las vidas y muertes de los demás a su antojo, se lleva a cabo con sorprendente ejecución fílmica y admirable puesta en escena.
Pablo Larraín se gana varios puntos en esto de hacer apuestas fuera de la caja. En una industria creativa como la del cine chileno, que históricamente ha menospreciado los géneros como la fantasía, el terror o la sátira en favor del drama concreto, literal y costumbrista, el director chileno irrumpe en una zona muy poco explorada en nuestras artes audiovisuales. Y en su intento, hay que ser justos, Larraín deja la vara bastante alta. No solo debido al impecable y sorprendente uso de efectos especiales inéditos en nuestro acervo audiovisual y que dejan con la boca abierta en las secuencias de danza aérea protagonizadas por Paula Luchsinger.
El modo operático y ambicioso en que se aborda -y con bastante éxito- esta historia delirante y visualmente visionaria, proviene de un autor como Pablo Larraín, que se atreve a deconstruirse desde un foco artístico. Se atreve a salir de su zona segura, del drama intenso, del formato in-yer-face, del biopic al pie de la letra, para ingresar a otra arena que le había sido ajena y justamente en este nuevo contexto se atreve a clavar su mordida más feroz. Más que la brava sacada al pizarrón de la Iglesia que resulta su implacable film El Club; más que el chocante efecto que provoca el set-mind de la dictadura que subyace en Tony Manero.
¿Y era esperable el escándalo y la controversia que han estallado en Chile sobre la sorna e irreverencia en torno a una figura tan polémica como Pinochet vampirizado?
Sin duda.
La silueta del dictador sigue más presente que nunca a medio siglo del golpe de Estado que fracturó la democracia en Chile. Que El Conde saque a esta figura del sarcófago y la exponga a este escrutinio público es parte de un proceso de digestión histórica en donde el arte tiene el poder de sanarnos del horror. Tiene la virtud de convertir el pavor en un reflejo frente al cual podamos mantener fija la mirada, sin bajar el mentón ni por vergüenza ni por pudor.
Pablo Larraín logra finalmente con El Conde algo que los vampiros jamás podrán hacer: vernos reflejados en el espejo de la pantalla de cine con toda nuestra monstruosidad a cuestas. Para bien y para mal.